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Más de 300 trabajadores despedidos sin indemnización mantienen un acampe frente a la planta cerrada de ILVA en Pilar.

Hace más de cien días que los 302 trabajadores despedidos sin indemnización de la fábrica de porcelanatos ILVA, en Pilar, mantienen un acampe frente a la planta cerrada. Página/12 se acercó a los trabajadores y dialogó con varios de ellos. Cristian Manrique, de 43 años, con 23 de antigüedad en la empresa, quien aseguró que su vida quedó “completamente desorganizada” desde el cierre. “Pensé que me iba a jubilar acá, meses atrás yo estaba pensando a dónde ir a descansar en el verano, hoy es mi hijo el que nos ayuda a pagar las cuentas”, relató.

Desde el campamento, los trabajadores cuestionaron nuevamente la versión empresarial que atribuye el cierre a la baja de ventas y la apertura de importaciones. Juan Flores, despedido con 17 años de antigüedad, sostiene que la decisión apunta a reducir costos mediante la precarización laboral. “Adentro hay una prensa nueva traída de Italia, instalada una semana antes del cierre. Si no querían seguir, la vendían. Acá hubo una decisión”, afirmó al mismo medio. La empresa propuso en la Justicia reabrir con apenas 40 empleados y bajo un nuevo esquema de contratación.

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Flores también denunció que la firma utilizó el contexto político y económico para avanzar sobre derechos laborales. “Si querían cambiar las condiciones, primero tenían que pagarnos lo que nos corresponde. Ni siquiera eso hicieron”, señaló. Entre los costos que la empresa consideraba “excesivos”, mencionó el transporte, el comedor y la cobertura médica, hoy perdidos para cientos de familias.

El impacto social del cierre atraviesa los relatos personales. Paola Castañeda, de 50 años, madre de tres hijos y con 22 años en ILVA, describió una situación límite: “No solo siento que me estafaron, siento que me arruinaron la vida. Me dejaron en la calle, lejos de la jubilación y afuera del mercado laboral”.

Otros trabajadores se vieron forzados a aceptar empleos precarios. Alberto “Beto” Franco, de 50 años, con casi dos décadas en la fábrica, hoy maneja un auto para una aplicación de viajes. “Desde los 18 trabajo en fábricas, no estoy acostumbrado a esto. Hago doce o catorce horas para sobrevivir, pero no rinde igual”, explicó a Página/12. “Yo quiero la vida que tenía antes”, resumió, en contraste con el discurso oficial que promueve la economía de plataformas.

Mientras continúan las audiencias conciliatorias en la Secretaría de Trabajo, el acampe se sostiene con turnos rotativos, ollas populares y un fondo de lucha. Hace poco recibieron el apoyo de la CGT que sigue buscando opciones para resolver el conflicto. “No queremos estar acá, queremos que nos paguen los años trabajados y volver a nuestras vidas”, dice Florencia Pereyra, pareja de Manrique.

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