En el día de su cumpleaños 82, el estreno local del documental Sly Lives! (AKA The Burden of Black Genius) ofrece un nuevo acercamiento al mito de Sylvester Stewart, eternizado como Sly Stone, quien, entre finales de los ’60 y la primera mitad de la siguiente década, se dedicó a crear y romper moldes, según el caso.
En los discos en los que como compositor, cantante, tecladista y lo que hiciese falta, grabó junto a su banda The Family Stone (su hermano guitarrista, su hermana pianista, su eventual pareja trompetista, un bajista también revolucionario -Larry Graham-, y un saxofonista y baterista blancos: un grupo birracial y bigénero), Sly fue un Aleph de la música negra hecha y por hacer, condensando los grupos vocales, el soul, el funk, el blues y el jazz, pero también el rock y la psicodelia, y de paso dejando grooves para ser recontextualizados por el hip-hop.
En un país en que las tensiones raciales estaban cada vez más exacerbadas y los derechos civiles iban cediendo terreno ante los grupos radicalizados, la Family Stone musicalizó ese devenir: le cantó a la igualdad (Everyday People), la resistencia (Stand!), a los placeres terrenales (Dance to the Music, I Want to Take You Higher); se opuso al racismo en todas sus direcciones (Don’t Call Me Nigger, Whitey), pero también, si en 1971 Marvin Gaye se preguntaba en un maravilloso álbum ¿Qué está sucediendo? (What’s Going On), un desencantado Sly le contestaba meses después desde su siguiente LP: Está sucediendo una revuelta (There’s a Riot Goin’ On).
Un poco de historia
Sly nació en Texas en 1943, pero para los tres meses ya vivía en California. Se formó musicalmente en la iglesia: a los 13 ya estaba grabando góspel. Aprendió toda la teoría musical que necesitaba en menos de un año de universidad.
Poco después, era un activo músico y popular DJ radial en San Francisco que grababa sus propios jingles además de comenzar a producir discos tanto de artistas negros como blancos. La Familia se formó en 1966.
Ni su seguidor Miles Davis en su fase eléctrica ni el Prince líder de The Revolution y superhombre en el estudio podrían haber existido sin Sly, el negro que por un rato se sumó a la cumbre pop y contracultural en un cruce al público masivo que nadie, ni siquiera Jimi Hendrix, había logrado.
Y de tan alto que subió, cayó como lo harían esos meteoritos flamígeros que cada tanto amenazan a la Tierra.
Los shows empezaban muy tarde, si es que comenzaban; una tendencia que mantuvo cada vez que intentó volver a los escenarios en décadas siguientes. A veces las ausencias terminaban en desmanes de público.
En 1974, se casó en el escenario principal del Madison Square Garden aunque, como el saxofonista Jerry Martini reconoce, era la única forma en que por entonces podían llenar el lugar. Al año siguiente, la Family Stone original se terminó de desmembrar tras un desastroso ciclo artístico y de convocatoria en el también legendario teatro Radio City de Manhattan.
La cocaína que, junto a la mezcalina, lo había soltado para enfrentar a un medio millón de hippies durante la trasnoche de Woodstock en 1969 y había sido nafta para sus maratónicas sesiones de estudio, ahora lo había esclavizado. Sly se pasaría décadas persiguiendo el próximo high, no importaba si las sustancias eran PCP, pasta base o crack, su adicción más duradera. Millones se fueron esfumando; esnifando o fumando.
Como en tantísimas apariciones televisivas de Charly García, en las entrevistas de Sly su particular lucidez e ingenio se notaban aún entre la bruma química.
Pero a diferencia de Charly, la popularidad de Sly, lenta pero segura y cruelmente se desvaneció mientras el mito crecía. Ya no había shows ni discos, sino una larga lista de detenciones y encarcelamientos por lo general por drogas, incluyendo un arresto a dúo con el también legendario George Clinton. ¿Son los Estados Unidos más crueles con sus ídolos que la Argentina, o simplemente tiene una mayor oferta de ellos, lo que los hace más descartables?
Video
Tráiler de «Sly Lives!»
Como músico (es el baterista de The Roots, y director musical del Tonight Show de Jimmy Fallon), el director Ahmir “Questlove” Thompson sabe darle la importancia necesaria a la música de Sly, la cual, al final del día, es el motivo por el cual Stone sigue generando fascinación. Como cuando en 1971 jugó con la Maestro Rhythm King, una primitiva máquina de ritmos que en pocos años ya era una reliquia consignada a escenarios de hoteles, y montó Family Affair (1971), el primer número uno de la historia en utilizar una batería electrónica.
Productores y garantes de hits como Nile Rodgers (Chic, David Bowie, Madonna) o Jimmy Jam y Terry Lewis (Janet Jackson) dan cuenta de lo simple y a la vez complejo en las producciones de Sly. Questlove sólo está fuera de su elemento cuando intenta sustentar su hipótesis sobre la pesada carga de ser negro y genio en Estados Unidos.
Desde fines de los ’70 hasta hace diez años, Sly cada tanto anunciaba que estaba de vuelta en el buen sentido de la expresión, aunque los hechos respaldaban la percepción contraria. Hoy, continuando un largo período de reclusión, aparece en fotos como un padre y abuelo cariñoso, de salud precaria -EPOC, entre varios males- y quizá en búsqueda del tiempo perdido como figura familiar ausente.
Sly no fue entrevistado para el documental, pero en su autobiografía de 2023 dice estar limpio hace un lustro y sostiene que no se arrepiente de la vida que llevó. Habiendo dado muchísimo, pero perdido quizá más, Sly Stone se resiste a ser el protagonista de una moraleja. La frase final del filme, que le da título, es de Vernon Reid, el guitarrista de Living Colour, y parece resumir la actitud de su protagonista: Sly vive.