«Nos identificaban en los centros de detención con unos brazaletes; el azul representaba cero riesgo para la sociedad, amarillo que tenía algún tipo de violencia doméstica o resistencia a la autoridad y el rojo era si ya cometiste un crimen grave. En el vuelo eran todos azules, solo dos muchachos jóvenes habían cometido crímenes graves», dijo Maximiliano García, uno de los diez argentinos que esta madrugada regresaron al país en un vuelo de deportados procedente de Estados Unidos.
Su relato refleja la dureza y las contradicciones de un sistema que se volvió más estricto desde la segunda presidencia de Donald Trump.
El vuelo aterrizó en Ezeiza a las 3.17 de la madrugada. Durante 45 minutos reinó el silencio, hasta que las puertas de la terminal FBO —un sector reservado para vuelos privados, lejos de las luces del aeropuerto— comenzaron a abrirse.
Uno por uno, los deportados salieron cargando las mismas bolsas blancas, con sus pocas pertenencias, y vestidos con idénticos conjuntos de jogging gris, la ropa que les habían dado al ser detenidos.
La confusión era total. Muchos familiares esperaban en la terminal de arribos comerciales, sin saber que sus seres queridos saldrían por otro sector, la zona FBO, a cuatro kilómetros de distancia. En medio de la desinformación, algunos tuvieron que ser guiados, recorriendo ese trayecto en plena madrugada y con frío, mientras la ansiedad crecía cada minuto.
Aunque el operativo se realizó con discreción, la llegada de los primeros deportados desató un torbellino de emociones, llantos, abrazos y una evidente mezcla de alivio y enojo.
Historias de un regreso forzado
Cada persona que bajó de ese avión cargaba una historia distinta, pero todas compartían el mismo final abrupto: un regreso obligado, sin la posibilidad de despedirse.
Mario Luciano Robles, de 25 años, dejó a su esposa y a su pequeña hija en México. Al escucharlo hablar, su acento mexicano sorprende, pero detrás hay una explicación: «Me vi obligado a adoptarlo para pasar desapercibido y no llamar tanto la atención.»
Intentó cruzar por Texas con la ilusión de llegar a Estados Unidos y lo detuvieron cuando estaba a minutos de su destino. «Está difícil porque estás lejos de tu familia. Ahí no somos criminales, quiero que lo sepan. Ahí no matamos, no violamos, solamente nomás vamos por el sueño americano.»
Robles estuvo casi un mes detenido antes de ser embarcado en el vuelo charter. Ahora tiene prohibido regresar a Estados Unidos por cinco años. Según detalló, el viaje fue agotador porque el avión venía lleno, con alrededor de 300 personas a bordo, entre ellas más de 30 niños, y apenas pudo dormir. Exhausto, solo pidió descansar: «Ahorita lo que quiero es estar con mi familia. Vengo como 25 horas viajando,» admitió el joven que todavía debe llegar a Entre Ríos, donde viven sus padres.
Por su parte, Luciana Lorena Lopresti llegó a Estados Unidos cuando tenía apenas seis años. Vivió casi toda su vida allí, incluso pasó dos años en Japón y tenía green card. Pero una cuestión burocrática derivó en que fuera catalogada como delito migratorio y terminara expulsada. Pasó tres meses detenida en Chicago antes de llegar este jueves a la Argentina.
El caso de Maximiliano García, en cambio, refleja el costado más desgarrador de estas deportaciones. Vivía en Orlando desde 2001, trabajaba en la industria gastronómica y recientemente se había formado como conductor de camiones.
Sus dos hijos son ciudadanos estadounidenses. Sin embargo, una antigua orden de deportación de 2015 —de la cual aseguró que nunca fue notificado— terminó por separarlo de su familia.
«En 2015 supuestamente tuve una orden de deportación de la cual nunca me anoticiaron. Pero uno vive, tiene su casa, su familia, sus hijos, su bienestar, tiene un número de seguro social, un permiso de trabajo. Yo me sentía en regla, absolutamente.«
Fue detenido mientras realizaba un trámite junto a su hija. Desde entonces pasó tres semanas en un centro de detención en Miami.
«Ellos están partiendo familias a la mitad. Es absolutamente anti-inmigrante. Yo no sé cómo ser adulto en Argentina, porque me fui a los 22 años. Es una máquina del tiempo. Me fui en 2001, regreso en 2025, es un montón de tiempo», dijo.
García también describió cómo las autoridades estadounidenses están endureciendo sus controles, incluso a personas con residencia legal.
«Ha habido muchos casos de gente que tiene green card de hace décadas y reingresan y le han dicho: ‘Usted en el año ’96 cruzó una luz en rojo’. Cosas inverosímiles de las cuales se están agarrando para sacarse de encima a los inmigrantes de una forma injustificada.»
Antes de despedirse, dejó una frase que resume su incertidumbre: «Yo sé que voy a regresar, pero no sé cuándo.»
El trasfondo económico y político
Para García, estas deportaciones no se explican solo en términos legales. También responden a una contradicción profunda en la economía estadounidense.
«El desempleo se está desacelerando, se están quedando sin gente porque los americanos no quieren hacer un trabajo que habitualmente hacen los migrantes como servicios, restaurantes, hoteles, construcción, agricultura. El americano medio no está dispuesto a hacer ese tipo de trabajo. El inmigrante tiene mucho más ética de trabajar más duro, más fuerte», explicó.
El vuelo abordo de un Boeing 767-300 charter de la empresa Omni Air International fue contratado por el Departamento de Homeland Security, que hizo una escala en Bogotá, Colombia, y otra en el aeropuerto Confins de Belo Horizonte, Brasil. La aeronave continuó su trayecto hasta Buenos Aires, en una operación en completo silencio.
«El consulado nos proveyó la información del vuelo. Nos recibieron amablemente, pero hasta ese momento estábamos incomunicados», contó García.
Algunos deportados no tenían a nadie que los esperara en Ezeiza. «Hay gente que no tiene familiares. Los que no tienen, no sé qué va a pasar. Había una señora que no tenía dinero, no sé cómo se las va a arreglar para llegar a su casa», agregó García.
Una noche de reencuentros y despedidas, de dolor y de abrazos, donde las historias individuales se entrelazaron con las políticas globales, y donde cada bolsa blanca cargada por los deportados parecía guardar no solo pertenencias, sino también una vida entera interrumpida.
MG