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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos

Rodrigo L. Ovejero

La otra noche me encontraba en pleno duelo con Líder Cósmico, perdido en los misterios del billar cuando, aprovechando mi distracción, Buenos Aires me atacó por la espalda. Sonaba de fondo “Balada para un loco”, en la voz de Goyeneche, y recordé otra vez una de las virtudes más fantásticas del arte: la capacidad de hacerte vivir sentimientos y sensaciones completamente ajenos a tu experiencia de vida.

Mientras escribo esta columna escucho la canción otra vez y a pesar de que por mi ventana alcanzo a ver las montañas de El Portezuelo, y el inconfundible viento de agosto arquea las ramas del pacará, la sensación que me provoca la voz del Polaco es la misma de la otra noche. Me siento porteño, durante esos cuatro minutos soy un porteño hecho y derecho, capaz de distinguir pizzerías sin necesidad de ver la caja, por la mozzarella y nada más, y tengo nostalgias de amores perdidos en la esquina de Cabildo y Juramento. Pienso, incluso, que podría utilizar naturalmente el término piantao –el resto del tiempo ni siquiera sé con exactitud qué significa- tan naturalmente que no sería un mero truco para rimar con Callao, sino una descripción precisa de mis circunstancias.

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La música de Piazolla es como jugar al ajedrez, pero todas las piezas son reinas. Ejerce este influjo de porteñidad por el cual al escucharla uno se convence de que su nacimiento tuvo lugar en las inmediaciones del obelisco, a tiro de piedra del Colón. El resto del tiempo no pienso demasiado en esa ciudad, y las veces que he estado de visita concluí que, si tuviera que pasar allí más tiempo del necesario para hacer turismo mi alma estaría perdida. Me abruman sus dimensiones, sus escalas enemigas del individuo. Pero cuando escucho a Piazolla –y esta obra en particular- no solo siento nostalgias de algo que nunca viví, sino que entre mi conciencia y el muro del olvido alcanzo a divisar las formas difusas de toda una vida entre las calles de Buenos Aires.

Es por ello que luego de algunos viajes a la capital argentina en los cuales mi desempeño dejó mucho que desear -un poco a la manera de Homero Simpson en Nueva York, nunca se me han dado bien las metrópolis- planeo hacer una aplicación práctica del arte la próxima vez que recorra sus calles (la aplicación práctica del arte es a su vez un hecho artístico que podría ser tratado alguna vez en esta columna, si es que no me olvido). Nada de caminar nervioso o deslumbrarme por edificios de más de diez pisos, nada de cruzar corriendo sus anchas avenidas, aplacaré mis temores provincianos escuchando a Piazolla a través de mis auriculares, en la convicción de que me desenvolveré con más soltura en la ciudad de la furia mediante este sencillo recurso. ¿Qué se puede perder por probar? A lo sumo, me robarán los auriculares.

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