Rodrigo L. Ovejero
La vida es eso que pasa mientras estás ocupado viendo perder a Boca Juniors, dijo alguna vez John Lennon. Bueno, quizás no recuerdo la frase a la perfección, pero estoy seguro de que ese era el espíritu. Pero ahora que tengo unos cuantos cumpleaños en mi haber y llevo gran parte de mi vida viendo a Boca ser derrotado una y otra vez, por fin creo haber encontrado la respuesta, el significado de todas estas frustraciones.
He cometido el peor de los pecados, confesó alguna vez Borges. No había sido feliz, Jorge Luis, y se lamentaba de ello, pero a mi juicio se equivocaba. No era su culpa, el universo es un lugar que tiende al equilibrio, desde el principio mismo de la materia y la antimateria. Incluso en la antigüedad, de una manera instintiva, el ser humano adivinaba esta ley universal en el ciclo de día y noche, y posteriormente en representaciones religiosas y filosóficas como el cielo y el infierno o el ying y el yang (que no es, como mucha gente erróneamente cree, la traducción china del popular juego infantil conocido como ring-raje).
En este tren de pensamientos, retrocedo unos vagones para comentar que hace unos días me encontraba en una situación absolutamente inusual: estaba teniendo un día perfecto. No viene al caso describir los motivos para adjetivar de tal manera a una jornada, cada uno tiene sus parámetros, es un asunto muy subjetivo, pero el caso es que estaba teniendo un día perfecto y entonces llegó el momento del inicio del partido de Boca y me entusiasmé pensando en que, si ganaba, las veinticuatro horas serían perfectas, una sucesión de eventos felices sin mácula. Un hito, una vara por la cual medir todos los días de mi vida. Y entonces Boca, por supuesto, perdió. No fue solo una derrota, fue uno de esos partidos anodinos en los que todo indica que el resultado debería ser empate, pero Boca, porfiado, consigue la derrota.
Estaba viendo el partido en la casa de mi papá y mientras manejaba de regreso a casa, entendí que Boca había hecho lo que tenía que hacer: había traído equilibrio a mi vida. No estamos hechos para los extremos, pues al igual que todo el universo estamos hechos de polvo de estrellas, y el universo, como dije, tiende al equilibrio. Por lo tanto, yo no podía ser enteramente feliz, debía recibir una mala noticia, aunque fuera mínima, pero que alcanzara para restablecer el orden natural de las cosas. Un poco a la manera del cuento de Phillip K. Dick, “Equipo de ajuste”, esos once jugadores vestidos de azul y amarillo se habían esforzado hasta lo indecible para corregir el desequilibrio universal que representaba una persona siendo totalmente feliz. Quizás incluso éramos más, muchos más, los hinchas de Boca que estábamos teniendo un día perfecto, con el consiguiente riesgo universal. Cientos, miles de personas estábamos a punto de alcanzar un punto de alegría nunca visto en la historia de la humanidad hasta que nuestro equipo lo arruinó, en pos de evitar los cataclismos cósmicos que podría haber generado semejante desbalanceo.
Tal vez sea aventurado decirlo, pero es probable que debamos agradecer a Boca Juniors nuestra mismísima existencia ahora mismo.